Chancales, de El Canto De la Cabra y Teatro Ensalle.
En los canchales de lo real surgen, a veces, voces limpias que resuenan desde lo antiguo, desde las entrañas de lo humano, cuando no sabíamos aún lo que éramos. Me contaba Raquel que sus susurros en escena eran como un trozo de lenguaje de las piedras; algo así, pensé yo, como el lamento de su cuerpo mineralizado, sin pensamiento convencional, pero con conciencia inamovible.
Enhebrar una aguja en un ojal casi a oscuras durante largo tiempo para demostrar, como dice Juan, que el margen ya no existe. Porque al principio de los actos no está el hilar sino el enhebrar, conseguir que la hebra entre. Por eso, cuando la hebra es rebelde, por culpa de ella no habrá tejido, tan solo margen, cabos suelos, hilos colgando, bramantes olvidados.
La arquitectura de planos, pensamiento de Pedro, deja paisajes inundados que sorprenden al espectador estático y le obligan a reaccionar frente a la urgencia de lo natural. Estar en alerta para que los cuerpos se aproximen desde su descoyuntura ósea. Fabricar refugios para el alma, al tiempo que la otredad nos invade con sus particulares habitaciones en medio del bosque.
Artús dicurre en diagonal fabricando un río de luz, es una alimaña arbórea que aparece solo para dedicar un gesto a lo absurdo. Como en la novela de Sartre, La náusea, los actores se muestran en su subjetividad consciente pero ligada siempre a un ser fantasmal. Artistas capaces de configurar mundos pero distantes de su propio discurso, expuestos a la exposición de la materia que padecen, cuerpos que respiran sentimientos y transpiran acciones. Un chancal es el asomo existencial de una montaña, podríamos decir, una cumbre descarnada por el sufrimiento milenario.
El tiempo. Este encuentro eventual entre El canto de la Cabra y Teatro Ensalle es un problema de tiempo, de cómo el tiempo se apodera de las montañas, de las raíces, del mismo espacio en el tiempo. Cuando María relata la grieta en la pared para que sobre ella Juan escriba su mundo dibujado, el tiempo que nos penetra es el pétreo transcurrir del instante inacabable.
Todo es poesía, todo es significante. No es un acontecimiento repetible, el encuentro se produce para que el desencuentro nos libere.
Los guantes llenos de vino proyectan, quizá y como dice Eva, sombras de refugiados y es su resonancia magnética lo que nos empuja a desear que jamás se detenga el derramar de los líquidos, para alivio del mundo. Fue Elisa la que nos condujo hasta allí, desde un principio, es ella la que sostuvo el rito, cargada de vasos vacíos de la nada que nunca beberíamos, para que todos participáramos en un ritual de ausentes que saben de su presencia en el teatro solo por la invitación implícita a escuchar sin moverse, desde la oscuridad de la inacción que nos condena en los asientos.
Aceptamos morir, pinchamos nuestro ser con la aguja que nunca enhebramos, y nos apartamos de todo espectáculo. Solo cuando aceptamos morir somos hombres, dijo Sartre en alguna ocasión, quizá con otras palabras. El sonido de la vida que cae a plomo sobre el suelo es la música que nos transporta a algún lugar más allá de la materia, aquello que obliga a la materia a descomponerse a velocidad magistral, para llevarnos con los sueños a algún lugar de nosotros mismos.
Un encuentro excepcional, entre seres que buscan en el teatro la existencia que habita en el teatro mismo, explorando aquello que fue el teatro en sus orígenes: apenas un acto de reconciliación ancestral con el mundo.
Con todo mi agradecimiento, un hondo abrazo: Julio.